A
casi todo se acostumbra el ser humano. A lo largo de la
historia hemos asistido a cambios dramáticos y a la capacidad
de mujeres y hombres de adaptarse, de cabalgar esos cambios,
sufrirlos, aprovecharlos, incorporarlos a su propia
identidad.
La historia de la
humanidad ha sido precisamente esa construcción de cambios
políticos, culturales, tecnológicos, científicos y su impacto
en los seres humanos, en su vida material y espiritual. A
todos esos cambios, los hemos llamado generosamente
revoluciones. Y hemos contribuido a hacer del término y el
concepto un gigantesco chicle masticable, extensible y
deformable.
La revolución era
para mi generación, para sus partidarios y sus enemigos -
igualmente fervorosos - un cambio profundo y generalmente
violento, o casi siempre violento precisamente por la
profundidad de esos cambios, que se producía en una país para
sustituir un poder por otro poder, una tiranía, por otra cosa,
una forma de gobierno por otra diferente. A partir de allí,
había muchas y diversas formas de entender los contenidos de
una revolución.
Yo me voy a referir a
las revoluciones del siglo XX y en particular a las
revoluciones socialistas que comenzaron con la revolución rusa
de octubre de 1917. No pretendo ni siquiera rozar un análisis
histórico sino su reflejo en nuestras vidas y en las de
millones de mujeres y hombres en todo el planeta. Vivíamos con
y para la revolución. Y hay que reconocerlo, es inmoral y
falso hacernos los desentendidos, los que nos distrajimos y
nos embaucaron. Nos sentíamos parte de la revolución, era
nuestra vida.
Como todas las cosas
que ocupan un espacio tan importante en la vida,
tenía una teoría, una ideología, una
mística, imágenes, símbolos, referencias humanas, héroes y
villanos. No hay revolución, ni nunca la habrá, sin
contrarrevolución.
Confucio, decía que
Donde hay satisfacción no hay revoluciones", no es muy
diferente de la frase de Bertolt Brecht "Las revoluciones se
producen en los callejones sin salida." Nunca la vivimos como
una fatalidad, aunque teníamos la convicción de los
convencidos de que era inevitable y que nosotros éramos
parteros de la historia. Pero hacer la revolución exigía una
dosis de sacrificio, de entrega, de riesgo. La revolución nos
hacía diferentes y nos hacía sentir diferentes.
Es cierto que la edad
influye, pero era una identidad que cruzaba las generaciones,
aunque la nuestra coincidió con otro momento de irrupciones,
de rebeliones, como el año 68. La revolución se hace, pero
sobre todo se vive. El camino, la aventura era tan importante
como la meta. ¿O más?
Siempre tuve una
frase de Hannah Arendt como un enorme fantasma "El
revolucionario más radical se convertirá en un conservador el
día después de la revolución". Era una posibilidad, en muchos
casos se transformó en una tragedia. Sobre todo cuando nos
transformamos en grandes conservadores ideológicos a toda
prueba, capaces de explicarlo todo.
La historia demostró
que algunos revolucionarios, cuando alcanzaron el poder se
transformaron en usufructuarios de la revolución. Y la
mataron. ¿Es obligatorio? ¿Cuáles son los remedios, las
vacunas? ¿Existen?
La revolución le daba
un sentido a nuestras vidas, eran una respuesta total a los
males de nuestro mundo, de nuestras sociedades, a las
injusticias y a una constante a lo largo de la historia, la
del hombre como lobo del hombre. Y de las mujeres.
Hablábamos con el Che
de la revolución y el amor, como dos conceptos inseparables,
pero eso nunca nubló ni disminuyó nuestra convicción de que la
revolución era hermana dilecta de la violencia, de una furia
arrasadora y abrazadora, que alumbraba una nueva sociedad de
justicia.
Revolución y hombre
nuevo era conceptos inseparables, porque la propia revolución
debía ser una escuela de altruismo, de fraternidad, de
desprendimiento, de entrega. La historia a pesar de las duras
y terribles lecciones nos debería haber demostrado que en
todas las empresas humanas conviven las contradicciones, en
toda su enorme perversidad y grandeza. Las tragedias
revolucionarias, cometidas por gente que se llamaba
revolucionaría, en nombre de la revolución, llenan una
biblioteca.
Vivíamos en un mundo
de revolución. En la política, en la literatura, en el arte,
en la cultura, en nuestras vidas, en nuestras relaciones, en
nuestra militancia. No importaba cuan lejos estuviera el
resplandor, que en cada momento y en cada latitud era más o
menos tenue o incandescente, pero allí estaba.
¿Éramos fanáticos?
¿Un poco? Yo nunca me sentí un fanático, ni siquiera mirando
hacia el pasado logro ubicarme en esa categoría, pero ello no
me impide observar un grado de adhesión y de convicción que
iba más allá de la simple racionalidad. Aunque siempre tuvo un
relato, un discurso profundamente racional y total. Una
construcción ideológica, política y cultural que se sostenía
en sus diversas componentes. Se apoyaba una con
otra.
La lista de
intelectuales, de artistas, de hombres de ciencia que
adhirieron en diversos momentos a la revolución es también
interminable, y alimentaba nuestra convicción. Revolución era
no sentirse solos, era una gran fraternidad de lucha y de
esperanzas.
Habló en pasado,
porque al menos en mi caso y creo que en el de millones de
seres humanos, esa forma de vivir la revolución ya no existe.
Y para millones y millones de jóvenes a lo largo del mundo, la
revolución no está hoy entre sus pasiones. Y tienen pasiones,
otras, a veces incomprensibles para nosotros.
Desde mi experiencia,
mi edad, mis fracasos y mi participación en la política voy a
reconocer que es difícil vivir sin revolución. No es fácil
adaptarse y aceptar que ante tan enormes injusticias, ante un
mundo que crece en todo sentido, pero sobre todo en
desigualdades, en explotación, en la fractura planetaria y
nacional entre los que lo tienen todo y los que viven de su
trabajo y los que casi no tienen nada, lo que nos queda es
evolucionar. Es una confesión que necesito hacer a esta altura
de mi vida.
Acepté y participo de
una batalla política desde la izquierda por construir un país
mucho más justo, más democrático, con mayor igualdad de
oportunidades, con cambios en su estado de ánimo, rompiendo
con las dinastías gobernantes tradicionales. Y valoro
extraordinariamente lo que han hecho los dos gobiernos de
izquierda. Lo conozco, lo comparo, lo siento en las cifras
pero sobre todo en la gente.
Es más, voy a
reconocer que los resultados de los dos gobiernos de
izquierda, son superiores, mejores a mis expectativas y que
voy a seguir empujando estos cambios y voy a seguir reclamando
más y mejor. Pero ello no me impide reconocer que es difícil
vivir sin revolución, aceptar que el salto se ha desdibujado y
que si algún día volverá a ser posible, habrá que imaginarlo,
soñarlo y diseñarlo. Ahora está en la bruma, está en este
esfuerzo en diversas latitudes por evitar que la derecha y el
liberalismo
económico, el viejo y
el nuevo, se devore un trozo más de la vida de millones de
seres humanos, como lo está haciendo ahora en
Europa.
¿Es mejor? No hay
duda que habiendo conocido la violencia, la contrarrevolución,
las tiranías, y nuestras propias dictaduras, es mejor. Para el
alma es muy duro consolarla o acostumbrarla a vivir sin
revolución.
(*) Periodista, escritor,
director de UYPRESS y BITÁCORA. Uruguay.
Coordinador general de IPS entre 1978 y
1984.
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